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jueves, 10 de septiembre de 2009

Taxi libre ¿ya lo sé?


Taxi libre, ¿ya lo sé?

Es la hora en que el sol se clava a pleno a la altura de los ojos y de los parabrisas de los coches y claro, también de los taxis. Necesito tomar uno y veo que se acercan por la avenida. Me recuerdan a un malón. No alcanzo a ver bien, ya les digo, es el sol “de coté” que me mata y me hace adivinar estirando la mano: ¡Taxi! ¿Libre?
Me como unos cuantos amagues.Pongo cara de distraída, emboco uno. Me subo, más bien, me tiro adentro (seguía pasando el tráfico como un malón). “Buenas tardes. Carranza y Nicaragua, por favor…” y como respuesta solo obtuve una especie de gruñido. No me llamó demasiado la atención, hace días que estoy en Capital. Tampoco me preocupó demasiado. Siempre prefiero viajar en silencio y esa comunicación gutural me lo aseguraba.
Después de unas cuadras comienzo a sumergirme en el fascinante mundo de la observación de las personas, a abstraerme viendo cómo transcurre el mundo (mío) y la gente (ajena), a través de mi ventanilla.
La gente. La gente camina a un ritmo casi apabullante. A veces parecen soldados (y soldadas, perdón Clis), algunos van, otros vienen, depende de dónde venga o vaya uno. ¿A dónde? ¿De dónde?, me pregunto sin hallar respuestas. Serían muchas. La mayoría de la gente va abstraída. Tanto como yo.
Pero hay algo que me desconcentra de mi trabajo de mirar a los otros. De mirar todas esas otras cosas. Caras, caripelas, zapatos, patas, peinados, pelos, vestidos y ropas varias. Vendedores, vividores, conquistadores, empujadores, cruzadores (los que se cruzan sin avisar) y el de atrás se lo lleva (por delante); felices, infelices, satisfechos, endeudados, deprimidos, amargos, charlatanes (los menos), divinas, guapos y bombones y todos los demás, que diría son infinitos como tantas realidades hay en cada uno de ellos.
Les decía, que algo me está distrayendo. Es el taxista que hace permanentes ademanes. Ademanes de descontento, haciendo la cabeza de un lado hacia otro, como diciendo “no”. Pero no dice nada, solo mueve la cabeza y acompaña ese ritmo pendular con un resoplido. Con muchos resoplidos. Está molesto. También la mano. La saca y la pone del volante, como para que no queden dudas.
Lo miro disimuladamente (a ver si la ligo yo, pensé). Parece un tipo normal, de mediana edad. ¿Mediana edad? ¿Qué es eso?, bah, no sé, pongamos que 50. Pero creo que no está molesto por una sola cosa, por algo en particular. Creo que está molesto con todo. Con la vida. La vida que le tocó tal vez.
Molesto con el semáforo, no importa el color, a todos les resopla, manopla y cabecea. Con los bondis. Con los que lo dejan pasar y con los que no. Con los otros taxis. Con los otros. Y con él mismo. Escucha la radio, a Víctor Hugo. Pero eso también le molesta.
Ya sé. Debe ser ingeniero. ¿Científico? ¿Ex empleado de una AFJP? O algo así. Eso, eso debe ser para estar tan pero tan molesto con la vida, con las cosas. Qué le habrá pasado. Cómo será su vida. Pienso y me voy con la imaginación. Mi mente tararea “taxi libre ya lo sé, por la general Paz, la ra la ra”.
Libre. ¿Estará libre? ¿Libre de culpa y cargo?, libre para dar, para tener, para decir, para querer, para amar, para cantar, para reír, para bailar, llorar, abrazar. Para irse, para volver. Libre para soñar. ¿Libre para elegir?
“¡Quince con ochenta!”, me interrumpe los pensamientos la voz del hombre. Pago, me bajo y lo veo alejarse. Sigo pensando y empiezo a caminar. Me lamento por él. Sigo pensando... ¡Libre..! ¡Qué delicia! Y empiezo a sonreír.

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