Recorro los estantes mientras los observo, pero no me decido por ninguno. Justo yo, que podría contar mi vida a través de los objetos, debo elegir uno. Sólo uno. No es fácil. Siento que al elegir uno, traiciono a otro, y hablo de momentos, de recuerdos que a lo largo de la vida he atesorado guardando cosas.
Cosas de la vida que han significado mucho para mí, por representar momentos o lugares especiales. Me piden que elija una. Hay de todo. No sé, desde un cencerro y un candado de tranquera, los dos muy antiguos, pasando por palitos, piedras, caracoles increíbles; un clavo retorcido y oxidado que encontré allá en el campo, en El Carretero; monedas (una china), una herradura muy vieja que descubrí enterrada a la salida de una cantera, aquí en Tandil; arena volcánica de un lago del sur o tierra colorada, de mi suelo natal, de aquel pueblo que hoy se llama Libertad.
Los recorro y voy recordando cosas. No siempre quiero. Me encuentro con la última copa, juntos; con la bocha del último partido y esas cosas. Me encuentro con mis cosas mientras que al paso de mi dedo va quedando una marca. Sí -pienso- falta una buena plumereada, como la que ahora pasa por mis pensamientos.
Están en la biblioteca. La mandé a hacer a medida, con muchos estantes. Papá tiene una en su casa, que es como un museo de ciencias naturales, es como meterse en un libro de historia, hay toda clase de cosas, bichos, arcos, flechas, piedras, cosas de lugares, de momentos, cartas manuscritas, fotos viejas y amarillas. Desde chica, supe que tendría una igual a la que tiene papá y allí mostrar o mostrarme creo, mi propia historia. En aquel entonces, me preguntaba si algún día llegaría a tener una vida tan interesante que me llevarían a juntar cosas tan increíbles como los objetos que veía, con tanta personalidad, distintos. Casi sin darme cuenta, hoy en casa, los recorro con una carga de nostalgia pero sin tristeza.
Sigo adelante, recordando y recorriendo el pasado y el presente en las cosas, cuando de pronto, mi mirada se queda fija. Ahí estaba. Ya lo había encontrado. “Ese es el objeto, no hay dudas”, me digo en silencio. Cómo no lo supe antes, me pregunté al tiempo que lo levanto y limpio un poco.
Es una medalla, muy pequeña y desde el centro, la figura de una Virgen parece rezar. Está grabada, alrededor de su forma medio ovalada, en inglés y al pie, hay una fecha: 1850. Atrás, con una serie de dibujos que no alcanzo a entender, se puede leer “Italy”.
Recién ahora me percato de todas estas descripciones, de la fecha y de lo que puede significar, que esta Virgen provenga de Italia. Me quedo un poco intrigada, la medalla parece ser de plata, opacada por el tiempo. El ganchito original, para colgarlo de una cadenita, estaba roto. Entre los bordes y la figura, los espacios están calados y desde allí, el mismo día en que me la dieron, la até con un tiento, para que no fuera a perderla. Tenía una misión que cumplir y desde el momento en que la recibí, extrañamente me aferré a ella.
Aún hoy y luego de tantos años, me asombra el efecto que ese pequeño objeto surtió en mí y en el resto de la familia. Nunca pensé que yo, que no fui educada en la religión; que nunca había creído (ni creo) en las imágenes, en los santos y esas cosas (aunque las respeto y confieso que de cuando en cuando recurro a Dios para pedirle o protestarle por algo pero más bien a las apuradas, algo así como “¡Hay, Dios!”, ¡cómo puede ser!”); me quedaría tan enganchada con esta medallita, casi como un objeto de culto.
Me siento e inevitablemente, las imágenes de aquellos días vuelven a mi mente, proyectándose como una película. Y aquello fue como una película. Médicos, consultas, más médicos. Las culpas, los miedos. La decisión ante una pregunta que nos correspondía contestar: “¿Quieren que su hija tenga una vida normal?, así va a poder vivir pero no tendrá calidad de vida, sufrirá horrores, estará físicamente limitada. De lo que ustedes decidan, dependerá su futuro…”.
Dijimos que sí, casi enseguida, su papá y yo, que Gretel iría a cirugía. Estábamos decidiendo por ella, que entonces tenía 15 años y nos acompañó en nuestra decisión, pero sabíamos que era porque confiaba en nosotros. El titanio entraría a su cuerpo y reforzaría su columna. Los preparativos fueron duros y la operación, llevaría seis horas.
Y un día, llegó el día. Minutos antes de que la llevaran a la sala de operaciones, un amigo golpeó a la puerta. Llevaba una medalla e hizo que la palma de mi mano la envolviera y la dejara apretada. Mirándome a los ojos que ya estaban húmedos, dijo: “Esta medalla la recibí en mis manos, cuando alguien creyó que la necesitaba. Ahora la necesitan ustedes. No me la devuelvas. Cuando alguien, a quien quieras mucho la necesite, simplemente, dásela”.
Es domingo. El ventilador hace todo lo que puede pero hace mucho calor igual. La puerta de la calle se abre y ella entra:
-Hola ma, ¿qué hacés?
-Hola, Gret, nada, escribo, ¿y vos, de dónde venís?
- A qué no adivinás de dónde vengo, ¡de hacer rappel, ma!¡Estuvo buenísimo..!, dijo yéndose a su cuarto, feliz.
Dejo la medalla en la biblioteca. Pienso que es sólo un metal, una antigüedad pero no, confieso que creo más que eso. Creo que es la representación de la fuerza, de la unión de los buenos deseos, la fuerza de la fe.
Dejo la medalla en su lugar. Allí seguirá pero sólo, hasta que alguien más la necesite.
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3 comentarios:
Ya te lo dije la primera vez que lo leí, pero creo que no está de más volver a repetirlo: me encanta cómo escribiste esto. Mi columna y yo estamos muy aferradas también a esa medalla también.
Besos :)
Què lindo! lleno de sentimiento, me emocionò! besos, mamà
Yo también entre todos los objetos hubiese elegido la medallita. La fe es algo maravilloso que nos da fuerza hasta para lo que parece más difícil.
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