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sábado, 24 de agosto de 2013

Amores perros



Lobo era un perro. Pero guarda. Que no era un perro cualquiera como es cualquier perro. Era Lobo, el perro de Tomi. Y supo Lobo, con una intensidad inusual, hacerse un lugar en todos los corazones.
Y qué habrá pensado Lobo. Si yo aparecía y de pronto, volvía a desaparecer. Será por eso que se hacía el interesante cuando llegaba al campo después de algún tiempo. Me miraba de coté y con recelo un rato.
Pero casi rápido, se le pasaba. Ya se acordaba Lobo. Sombrero puesto, cámara al cuello y mochila al hombro. Hora de larga caminata. Subidas, bajadas, curvas, contra curvas, senderos o entre las rocas, descubriendo nuevos.
Y claro, que Lobo era bastante más madrugador que yo. Lobo la está esperando para salir, me dijo una mañana Erika, que madruga como madrugaba Lobo. Aunque su límite era el horizonte. Siempre nos esperaba para salir de recorrida.
Con Lobo se podía hablar. Aunque nunca contestaba. Pero no importaba, total bastaba con cruzarle la mirada. Y Lobo siempre adelante. Y con paciencia de santo, se quedaba esperando cuando entretenida, mariposeaba tratando de hacer un macro. O cuando los cóndores hacían el show. Y volvía sobre sus patas como diciendo ¿Y?
Y así era siempre. Lobo ahí. Nunca se perdía una. Caminata, porque perdices, las corría y hacía volar a todas, luego de señalar el nido entre los pastos.
También supe de anécdotas, como la del río, cuando Tomi se tiró a nadar y atrás de él lo hizo Lobo, que con los dientes le agarró el pelo y le sacó la cabeza de abajo del agua. Pero no sólo era el perro de Tomi. También era el perro de Elda, su otro incondicional y gran amor. Lobo lindo, su aúllo en las noches y dueño del sillón de afuera. Lobo no era un perro cualquiera como es cualquier perro. Porque cada perro es especial, único e irrepetible. Van y vienen de nosotros, de nuestras vidas y de nuestros trajín. Hermoso y siempre alegre recuerdo el que nos queda.